Hace tres años desde la última vez que hablamos. Creo que no le dije que nos mudábamos a Hamburgo en esos días y ya no recuerdo si compartí con ella la idea que teníamos de dejar Madrid. Supongo que sí porque no era ningún secreto, pero no lo puedo asegurar. Desde la pandemia, todo lo que ha sucedido tiene algo de ajeno, como si a veces no tuvieran que ver conmigo ninguna de las cosas que me pasan. Suceden, las acato, me adapto. He cambiado tanto desde que estoy aquí que no sé quién soy.
Ya estuvimos un tiempo sin saber el uno del otro hace unos años. No sucedió nada en concreto; no hubo un evento al que señalar, ninguna pelea, ningún desplante. Supongo que cada cual estaba a lo suyo y no nos pareció extraño el alejarnos. Quizás nuestra amistad sea así, intermitente. Sin embargo, la sensación que tengo ahora es de que nunca más vamos a hablar; que solo el azar nos hará coincidir en algún sitio sin previo aviso o, todavía peor, que nos veremos en algún tanatorio y no sabremos cómo saludarnos o qué decirnos. Reconozco mi culpa en todo esto. En junio del año pasado, antes de que empezara el amable verano noreuropeo, me acordé de ella y le mandé un mensaje por primera vez desde que estoy aquí. Puedo ser muy directo cuando la ocasión lo requiere. No había saludo, no había pregunta de cómo estás, no había nada: solo información básica, sin metáforas, sin dobles sentidos, como si estuviera lanzando piedras a un estanque y quisiera espantar a los peces.
Nunca contestó. No me ha bloqueado porque puedo seguir viendo la última vez que se conectó. No tiene redes sociales más allá de Facebook (donde es imposible que coincidamos porque yo no estoy allí). No quiere hablar conmigo.
Nos conocimos en 1992, con catorce años. Es —o era, quizás— la segunda más antigua de mis amigas y amigos, tan solo superada por Yetta, a la que conozco desde que tenemos nueve o diez años y con la que he podido mantener y desarrollar una amistad adulta y enriquecedora después de tanto tiempo. Nos conocimos durante el primer curso del instituto. Me encantaba. Le pedí salir. Me dijo que sí. Estuvimos tres o cuatro fines de semana juntos. No nos llegamos a dar un solo beso. Luego, años más tarde, después de volver de Nueva York, cuando compartía casa en la calle de Las Aguas de La Latina, tuvimos una noche un poco extraña donde ninguno salió transformado pero tampoco intacto. No sé a qué achacarlo. Me gustaba mucho. Nunca dejó de gustarme y supongo que nunca dejaré de pensar en ella así, como si todavía tuviéramos veinte años. Su pesimismo me resulta igual de atractivo que su sonrisa.
Alguna vez viajó conmigo a algún concierto de The Secret Society. Tengo fotos donde se la ve en Ourense, en El Torgal, en abril de 2013. También se ofreció a conducir en algún concierto de Grande-Marlaska fuera de Madrid cuando ninguno teníamos carnet. Recuerdo que alquilamos un coche y me olvidé una funda llena de CDs en la guantera que nunca pude recuperar. Creo que estuvo en nuestra boda, pero nunca he visto las fotos de esa tarde. Para qué.
Estos días he pensado en ella porque atravieso otra pérdida, esta de distinta naturaleza. He pensado en qué le contaría y en cómo me contestaría. He pensado en si su vida habrá cambiado mucho en estos últimos tres años. Cuando dejamos de hablar ella no tenía pareja ni hijos, nada. Se había aficionado al senderismo y seguía viajando fuera de temporada a lugares exóticos, aprovechando las ofertas de la agencia de viajes de la que es —o era, quizás— propietaria su hermana pequeña. Pienso mucho en sus padres, en si seguirán vivos. Pienso en si ella habrá hablado de mí como yo he hablado de ella aquí o como lo he hecho alguna vez en estos meses. Me alegré cuando se sacó la plaza de funcionaria porque el planteamiento de tener algo para siempre se ajustaba de manera milimétrica a su necesidad de tranquilidad. Éramos muy diferentes, como si hubiéramos nacido en dos países distintos. Me pregunto si seguirá yendo a Jaén con la misma frecuencia. Fue ella quien me habló por primera vez de David Broncano mucho antes de que se estrenara La Vida Moderna. Era una dedicada lectora de novela negra y nuestras conversaciones estaban plagadas de silencios. A veces el silencio es parte de la música. Otras veces, como esta, es lo que queda después de algo.
Le mando un beso desde aquí. Y le pido perdón.
No sé si será realidad o ficción pero sí puedo afirmar que involuntariamente habla de algo parecido a lo que me sucede con un amigo. Gracias por ponerle palabras a esta sensación.
Pepo! Leerte siempre remueve cosas por dentro….Gracias por compartir
Un abrazo