Alcohol + drogas + indie español = la cultura de la adicción
La industria de la música independiente española está obligada a abordar el histórico problema del consumo de alcohol y drogas para tratar de poner freno a la cultura de la adicción
Después de haber introducido en la conversación asuntos tan importantes como la salud mental, la cultura de la violación o la paridad en los carteles de los festivales, la industria de la música independiente no puede seguir posponiendo el momento de enfrentarse a uno de sus problemas históricos: la cultura de la adicción. El más que naturalizado consumo de alcohol y drogas es, al mismo tiempo, el combustible que está detrás de la mayoría de los casos de una debilitada salud mental y de la perpetuación de la cultura de la violación.
En otoño de 2004 todavía no había grabado mi primer disco con The Secret Society pero ya formaba parte del sello Acuarela, que me fichó después de escuchar los dos primeros EPs que habíamos editado siguiendo la tradición DIY –Do It Yourself, “hazlo tú mismo”, del inglés– que había marcado mi vida desde siempre: aprendí yo solo a tocar la guitarra y la batería, a cantar, a montar conciertos, a hacer fanzines, a tener una distribuidora, a formarme políticamente y a enfrentarme a situaciones nuevas de las que nadie me había hablado antes. Probé mi primera gota de alcohol en 2002, con 24 años, cuando empecé a trabajar en Universal Music. Recuerdo como si hubiera sido ayer el primer gin tonic, con quién estaba y dónde. Desde entonces, no he pasado una semana de mi vida sin consumir al menos una cerveza o una copa de vino. No tengo problemas de adicción aunque, echando la vista atrás, es casi milagroso que no los haya tenido porque la inmensa mayoría de la gente que conozco son alcohólicos o drogadictos funcionales –o ambas cosas a la vez–. Según este informe de The Council On Alcohol and Drugs, hasta el 50% de los alcohólicos y drogadictos responden a este perfil, es decir: pueden mantener su adicción en secreto y sin tratar mientras mantienen una vida que más o menos funciona.
Cuando fiché por Acuarela no lo hice sólo con un sello para editar mis discos, sino que, sin saberlo, también fiché por un estilo de vida donde el abuso de drogas y alcohol está naturalizado. No me costó entender que eso había sido así siempre en la escena indie española, con la que yo no había tenido ningún contacto previo ya que todos mis movimientos se habían circunscrito a la escena hardcore-punk, donde existe un movimiento llamado straight-edge con el que yo simpaticé durante años. Ese movimiento es mundialmente conocido por rechazar hasta límites paródicos el consumo de alcohol, drogas y, en muchos casos, el consumo de carne y productos derivados de animales. La fuerza de esta corriente tocó techo cuando la marca de zapatillas Vans, un símbolo en la escena, se vio obligada a comercializar una versión vegana de sus modelos más vendidos. Durante la década de los 90 y principios de los 2000, mucho antes de que los smartphones y las plataformas de streaming uniformaran nuestros gustos y estéticas, las escenas musicales convivían de espaldas unas a otras, sin apenas tocarse. La primera vez que vi a un cyberpunk mientras nos desplazábamos de un escenario a otro en el Festimad de 1997 me quedé en shock.
Conocí a Jesús Llorente de Acuarela gracias a Víctor Lenore, al que me unía una amistad nueva y poderosa. Él fue quien organizó la comida en el Gumbo, un restaurante de cocina cajún que estaba en la calle del Pez de Madrid, donde Jesús me confió por primera vez su interés por The Secret Society. Para ilustrar su emoción, Llorente pronunció una de las frases más desconcertantes que yo había escuchado nunca: “Tu música me provoca la misma excitación que si me pusieran delante toda la droga que me he metido en mi vida”. Todavía no sé qué quiso decir, pero entendí que íbamos adelante con ello. Sad Boys Dance When No One’s Watching acabó siendo disco nacional de 2005 para Go Magazine y quedando muy arriba en las listas de los mejores discos del año para el resto de revistas y webs de la época. Fue la llave para empezar a tocar con frecuencia dentro y fuera de España y también para que el nombre de mi grupo empezara a aparecer en los carteles de los festivales más importantes.
THE SECRET SOCIETY @ Sidecar, Barcelona (enero de 2006)
No mucho después de esa comida, conocí a una de las artistas más respetadas y que más admiraba de la escena independiente. Acababa de comprar su último disco, que no paraba de escuchar. Esa noche acabamos en mi piso compartido y puse todo mi empeño en preparar dos gin tonics como había visto que empezaba a hacerse en los bares de modernos: con su pepino, su pimienta, su hielo picado y su limón. Buscaba impresionarla, aunque también podría haber optado a un premio de jardinería. “No debería, pero tiene una pinta estupenda”, me dijo. Acabamos teniendo sexo etílico. A la mañana siguiente, me pidió que la acompañara a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Pensé que era una forma de hablar y solté una carcajada fascinado con su sentido del humor. No era broma. Jamás le hubiera ofrecido una copa si lo hubiera sabido. “No es tu culpa”, me dijo.
En los más de 20 años que llevo tocando en directo he visto y he escuchado de todo. Dueños de salas de prestigio me han intentado pagar en alcohol y cocaína; técnicos de escenario que llevan en pie más de 24 horas metiéndose rayas de speed en la tarima de la batería, justo detrás de mí, en mitad de un concierto; runners del turno de noche vendiendo pastillas y marihuana antes de arrancar la furgoneta y llevarnos de vuelta al hotel: “Si necesitáis algo este es mi teléfono”; directores de festival poniendo en horizontal un espejo de metro y medio en un camerino para que, acto seguido, unos secuaces se afanaran en poner más de 50 rayas de farlopa para él y sus amigos, con el sol del día siguiente quemándonos las córneas; road managers arrasando con las existencias de alcohol del backstage para llenar las neveras de los buses de gira antes de emprender el viaje a la siguiente ciudad; miembros de grupos que llevo escuchando dos décadas dormidos en cualquier sitio sobre su propio vómito –o al menos yo creí que era el suyo, aunque dadas las circunstancias podría haber sido de cualquiera–; miembros de mi grupo desaparecidos y con el móvil apagado; yo mismo despertando en un hotel con la almohada llena de sangre y una brecha en la cabeza que, de no ser por el vídeo que me grabaron mientras me desvanecía, jamás hubiera sabido cómo sucedió. Nada de esto es extraño y cualquiera que haya tenido un grupo con cierta proyección podría contar cosas iguales o peores. Todo se justifica porque, ya sabes, esto es rock’n’roll y etcétera. Pero, ¿sabes lo que nunca he visto en ningún camerino, en ninguna sala o en ningún festival? Nunca he visto a alguien –o algo– que advierta de los peligros de todo eso. Ni un solo cartel que diga: “Cuidado porque este hábito que has naturalizado es nocivo a corto, medio y largo plazo”. Nada. Ni una mísera mención a la hora de recoger tu acreditación, ni una letra pequeña en ningún contrato con ningún promotor, ni una pegatina en el espejo del pasillo antes de salir al escenario. Tampoco a nadie se le ha ocurrido instalar un alcoholímetro en un club, no fuera a ser que alguien del público o de la banda sufriera un ataque de responsabilidad repentino y contagioso y dejara de beber. Muy al contrario, no encontrarás a ningún artista que no haya tocado en algún concierto esponsorizado por una marca de alcohol, en ningún ciclo pagado por una marca de cerveza o incluso con un logo gigante de la bebida que patrocina el evento dentro del mismo escenario. ¿Sabes ahora por qué no se habla de los peligros de la cultura de la adicción? Porque quien paga, manda. Y las marcas de alcohol llevan invirtiendo en la música más de 25 años. El consumo es tan importante para el negocio que el beneficio de muchos conciertos y festivales sale de las barras. Por eso hay artistas como Fito Cabrales que se encargan de toda la producción de sus giras, incluido el bar. Por eso ninguna sala querrá que vuelvas a montar un concierto si en el anterior no hicieron apenas caja a pesar de haber llenado el local. Las cosas van así y hemos permitido que las grandes corporaciones de bebidas alcohólicas se hicieran imprescindibles en este negocio a cambio de algo de dinero. Hemos aceptado como normal que un grupo que lleva horas metido en una furgoneta encuentre al llegar a su camerino una caja de cervezas de la marca que tenga la exclusiva, pero que le resulte muy difícil, cuando no imposible, conseguir un zumo natural, agua con gas o un simple café. Menuda excentricidad.
No es ningún cuento lo de que los artistas no son las personas más estables y, en parte, esto está causado por hábitos adquiridos después de años de giras, donde la vida se despliega en una madrugada permanente. Leí el otro día algo muy sencillo de entender: “Cuando empiezas a beber todo es diversión; más tarde es una mezcla de diversión y problemas y cuando te quieres dar cuenta ya son sólo problemas”.
La última entrevista que ha publicado el fanzine digital Anti-Matter que escribe de manera magistral Norman Brannon –guitarrista de Texas is the Reason y ahora en Thursday–, tiene como protagonista a Keith Buckley, ex-cantante de la banda de hardcore estadounidense Every Time I Die. En ella, Keith cuenta con todo detalle su calvario para dejar el alcohol y cómo su nueva vida sobria chocaba de tal manera con los hábitos del resto del grupo que acabó provocando la implosión del conjunto a principios de 2022.
Apenas unos días después de ese mismo año, el 22 de febrero, perdimos a Mark Lanegan, uno de los artistas más impenetrables surgidos de la explosión grunge en Seattle de principios de los 90. Durante la pandemia me leí con un apetito desconocido sus conmovedoras memorias, Sing Backwards and Weep –traducidas y editadas en castellano por la editorial Contra–, donde, por momentos, casi pude sentir el pinchazo abrasador de las agujas hipodérmicas cargadas de heroína o las ingobernables resacas después de días y noches interminables en giras por Europa. Nada en sus letras o en su voz era impostado.
Geoff Rickly, cantante de Thursday (sí, los mismos que menciono dos párrafos más arriba) publicó el año pasado Someone Who Isn’t Me, un poético y monstruoso relato de cómo consiguió dejar atrás su adicción a la heroína después de gastar la última bala que le quedaba en un costoso y peligroso tratamiento con ibogaína. Lejos de romantizar un estilo de vida destructivo, Rickly señala a un claro culpable de adicciones como la suya: el silencio cómplice que mantiene la industria de la música frente a estos hábitos.
No me acerco a este problema desde el puritanismo o desde el miedo ni, por supuesto, con ánimo punitivista, porque estoy convencido que la gente abusa del alcohol y las drogas por dos motivos claros: porque nadie les pone delante las consecuencias hasta que es demasiado tarde y porque el contexto lo permite. Es evidente que una cosa es el consumo social y otra muy distinta la cultura de la adicción, con la que estamos conviviendo cada vez que acudimos a un concierto o a un festival, como artistas o como público, y con la que corporaciones milmillonarias se siguen enriqueciendo mientras nosotros ponemos a disposición nuestro talento, nuestro dinero y, en último extremo, nuestros muertos.
Hablemos de esto con la misma intención transformadora que late detrás de los debates en torno a la salud mental, el abuso sexual o la necesidad de considerar a lxs músicxs trabajadores con obligaciones pero también con derechos. Hagámoslo antes de que otra generación vuelva a cometer el mismo error que la nuestra porque “cuando empiezas a beber todo es diversión; más tarde es una mezcla de diversión y problemas y cuando te quieres dar cuenta ya son sólo problemas”.
Has destapado un tema muy importante dentro de la industria de la música. No por estar “normalizado” debe ser considerado como un aspecto más del circo. Me resulta difícil de superar, pero todo es partir de la reflexión y la conciencia.
Muy interesante. Es cierto, los artistas no son precisamente los que tienen la autoestima en su sitio.... la inestabilidad emocional te lleva a tener problemas muy reales con el alcohol y otras sustancias.... Y en España todo el mundo bebe, se ve normal. En fin... Me gusta tu blog. :)