A lo mejor no éramos tan importantes
La crisis del periodismo musical choca con un crecimiento histórico del consumo de música en España (más del 11% con respecto al año anterior). ¿Por qué esa riqueza no llega a los medios musicales?
La noticia de que Pitchfork.com –la web musical más famosa del universo hipster de los últimos 25 años– se integraba en la estructura de Condé Nast y que esa absorción traería despidos, ha hecho tambalear el ya de por sí inestable equilibrio de los (pocos) medios musicales que quedan en pie en nuestro país. No porque esos despidos afecten a cabeceras como Jenesaispop, Muzikalia o Mondosonoro, sino porque la noticia ha puesto frente al espejo a esos medios que, por primera vez, se han atrevido a explicar cuál es la verdadera situación que atraviesan. Para sorpresa de nadie, no pinta bien. La pregunta que cae por su propio peso es: ¿Cómo es posible que con una industria musical creciendo más de 11 puntos con respecto al año anterior, esos beneficios no se redistribuyan entre los elementos que conforman esa misma industria?
Para entender el origen y la evolución de esta realidad –a la que no llamo crisis de un modo intencionado porque no creo que haya posibilidad alguna de recuperar el estatus anterior–, hay que echar la vista atrás hasta situarnos en 1999. ¿Por qué tan lejos? Porque ese fue el último año en el que las ventas de música grabada tocaron techo. La gráfica de más abajo es de Estados Unidos, pero el dibujo se parece al de todos los países occidentales. Por cierto: obsérvese lo que representan hoy las ventas de vinilos con respecto al streaming.
¿Qué andabas haciendo en 1999? Yo estudiaba 3º de Ciencias Políticas y me entretenía con Done Wrong Records, una rudimentaria distribuidora de discos –95% de ellos CDs, para contextualizar– y fanzines de hardcore y punk, desde la habitación que compartía con mi hermano en casa de mis padres. El nombre lo tomé de una canción de Ani Difranco, una punk y activista como no he conocido otra. No tardé mucho en editar mi propio fanzine al que llamé, en un alarde de originalidad, Done Hardcore Paper.
NO TE ESFUERCES: NI ESA ES MI DIRECCIÓN NI ESE MI CORREO NI ESE MI TELÉFONO.
Además de eso escribía en otras publicaciones: Resurrección Hardcore Magazine (Staf Magazine desde hace años), el Absolut de BCore, Piohosas’s Zine y más que no recuerdo– y empecé a montar conciertos en Siroco junto a mis amistades de entonces: Maurix, Manolo y Dani, este último responsable de Ondine, un videofanzine en VHS que, si en este país hubiera algo de justicia, se estudiaría en la carrera de Comunicación Audiovisual por ser el máximo referente del DIY de aquella época. Nos hacíamos llamar Madrid Will Disappear y logramos que en ese sótano tocaran bandas como Hot Water Music, Burning Airlines, Cobolt, Kevlar y muchas, por una entrada de 1.000 pesetas durante el año que estuvimos activos. Es decir, por aclarar: que estaba más o menos enterado de cómo funcionaban algunas cosas.
MÍRANOS, ÉRAMOS UNOS NIÑOS (MONDOSONORO, SEPT. 2000).
Salto temporal a julio de 2002: me contrata Universal Music. A pesar de que se empezaba a notar el efecto de la piratería en las ventas físicas de CDs, todavía imperaba el derroche en la manera de operar de las multinacionales: viajes de 5 días con periodistas a Londres, París, Nueva York, Miami o Los Ángeles para ver un concierto o entrevistar a un artista, campañas de calle en todos los distritos –contratando a empresas de pegadores de carteles que no tenían nada que envidiar a la mafia napolitana y donde una de ellas, casualidad, estaba dirigida por un hermano de un dirigente histórico (y nazi) de los Ultrasur–, páginas de publicidad en revistas, diarios, cuñas de radio, anuncios de televisión… Esto no lo conozco de oídas, esto lo viví desde dentro. Una vez enviaron a una secretaria de departamento a Nueva York en el puto Concorde sólo porque era fan de Bon Jovi, ¿entiendes a lo que me refiero? Era la época en la que una vez a la semana se pasaban por tu mesa locutores (por cierto, todo hombres) que parecían intocables y cuyas voces están grabadas como los surcos de un vinilo en la memoria de los fans clásicos de Radio 3, y te pedían muchas copias del mismo disco, camisetas que nos mandaban los sellos desde EE.UU, maletas de DJ y cualquier chuminada exclusiva que hacía salivar a cualquier fan de la música, entre los que me incluyo. A veces te lo pedían por favor, otras sin favor y otras veces te lo robaban si no estabas en tu sitio o andabas despistado. Chema Rey era el número uno. Se decía que tenía una tienda de discos en Burgos donde daba salida a todos esos discos de promo. A mí me birló unos cuantos y doy por hecho de que a muchos esta historia le será familiar. No pasa nada por dar nombres: el delito ha prescrito pero está bien que se sepa. Era una práctica muy extendida la de vender los discos en tiendas como El Yunke, donde podías encontrar novedades antes de que llegaran a las estanterías de FNAC o Madrid Rock. Una vez, por hacer la prueba, marqué con una X en el lomo todas las copias de promo que me llegaron de un lanzamiento de Gwen Stefani. Al cabo de unos días me pasé por esa misma tienda y allí encontré dos o tres copias marcadas con una X de mi puño y letra. Todo estaba permitido y todo formaba parte del gran circo de la música. Era la época en la que aparecer en la portada de Rockdelux, Go! Mag, Mondosonoro, Popular 1 o Efe Eme, todavía vendía discos. El dinero de marketing de las multinacionales y muchas independientes llegaba a los medios musicales, incapaces de prever lo que se les venía encima. Las webs de música eran, todavía, algo residual.
Durante mi época en Universal seguí escribiendo para revistas a cambio de algo de dinero, de discos o de entradas de conciertos, aunque puede ser que sólo a cambio de esto último, qué más da. Yo estaba feliz: trabajaba con artistas, tenía dos grupos con los que recorría España y Europa –Garzón y The Secret Society– y escribía de música en revistas que leía mucha gente. Una vida 360 antes de que supiéramos qué significaba eso.
Salto a enero de 2006: me contrata la revista Rolling Stone como traductor y lo que surja. Estaba en plantilla pero mi sueldo no llegaba a 1.000€. Cuando una marca del calibre de Rolling Stone no pagaba más que eso empiezas a hacerte preguntas. Tuve dos directores: Juan Antonio Carbajo y Pedro Javaloyes. El primero hizo lo que pudo pero nunca tuvo la autoridad necesaria para imponerse a los jefes de Progresa, la división del Grupo Prisa que habían adquirido la franquicia de la cabecera; el segundo hundió la revista, mitad por ser la persona que menos sabía de música de toda España y mitad por ser una extensión casi perfecta de la voluntad de Progresa, que se empeñó en convertir la Rolling Stone en un medio lifestyle. Las entrevistas de ocho páginas que traducía de artistas como Bob Dylan, Bono o Pete Doherty se vieron reducidas, en el mejor de los casos, a la mitad, mientras daban prioridad a producciones de moda que no iban a ningún sitio. Tenías que escuchar las cosas que se decían en las reuniones de redacción; todavía me sonrojo recordándolo. Al principio les podía el pudor y ponían de modelos a cantantes conocidas y músicos famosos, pero luego ya les dio igual. Si no te lo crees, sólo tienes que comparar un número de 2004 ó 2005 con uno de 2010. “En España nadie lee” es la frase que más escuché mientras trabajé en esa redacción. “Quitamos la mitad del texto y ponemos una foto porque, total, en España nadie lee”. Quédate con esto, porque ha acabado siendo verdad. Por justicia diré que coincidí con periodistas con talento de los que aprendí y sigo admirando: Marta Hurtado de Mendoza –las mejores primeras frases de cualquier reportaje eran de ella–, Josu Lapresa, Lino Portela, Darío Mantique o Carlos Marcos. Siempre supe que mi destino no era ese y admiraba la dedicación con la que ellos ejercían su labor a cambio de poquísimo dinero.
CERO MÓVILES ENTRE EL PÚBLICO.
Por favor, no te despistes: estamos a finales de la primera década de los 2000. La hegemonía total de MySpace, el Fotolog, los blogs, los foros de las webs, lo digital, los móviles con cámara. Estábamos en plena transformación, no sólo a nivel musical, sino cultural y social. Muchos medios musicales desaparecieron por esa grieta. Se achacó a la crisis del 2008, quizás por pereza o quizás por miedo a llamar a las cosas por su nombre. Los que quedaron fueron menguando hasta convertirse en un reducto (o nicho, en nomenclatura contemporánea) que no lograba renovar su público, mientras en la televisión los talent-show tipo Operación Triunfo y Factor X hicieron el trabajo sucio en nombre de la cultura: convirtieron en competición y entretenimiento vacío algo tan poderoso como la música a la vista de millones de personas. La nueva realidad elevó un muro entre el público “auténtico” que acudía a festivales como el Primavera Sound, el FiB o el Summercase, y compraban discos en cd.Drome, y las audiencias disparatadas de esos espacios mainstream que, durante un tiempo, tenían polarizada a la opinión pública y a los medios generalistas. Crees que pierdo el hilo, pero nada de eso.
Entré a trabajar en [PIAS] a principios de 2009. Éramos, si no he contado mal, diez personas y un becario. Los hubo ilustres, como Cuco o Esteban de Toundra. Ya no había viajes de promo con periodistas ni dinerales en campañas de marketing. Cuando venía un artista más o menos de renombre, se le invitaba a comer y se compartía el gasto con el sello. Lo pasé muy bien trabajando con Félix Suárez y compartiendo risas con Mogwai, Wilco, Dolores O’Riordan, Blind Guardian o Arctic Monkeys. Un día empezaron a sustituir los discos de promo por links de descarga, a la vez que reducían más y más los presupuestos de marketing. Los números no daban. 2014 fue el año que menos discos se vendieron de la historia desde que se tienen datos. Si no hay ventas, no hay dinero. Y si no hay dinero, aquellos actores que dependen de ese dinero desaparecen, ya sean medios o trabajadores. En este caso fueron ambos. La industria seguía transformándose y donde antes había anuncios de discográficas y luego de coches o marcas que apostaban por lo aspiracional –me estoy acordando de un anuncio de una afeitadora de Braun que daba vergüenza ajena–, ahora había anuncios de giras y festivales. Bueno, algo es algo. Pero espérate porque pasamos al último acto, el de la última gran revolución: las redes sociales.
Recapitulemos: antes la gente compraba discos que veía en anuncios en la calle, en un periódico o en una revista, o que descubría gracias a generosas reseñas en sus revistas de referencia; luego dejaron de comprarlos para descargárselos, pero seguían guiándose por la publicidad y los medios. Hoy la gente escucha el disco en su teléfono de manera legal el día que sale gracias a un anuncio hecho por la propia artista en sus redes sociales, sin necesidad de haber visto un solo anuncio ni haber leído una sola reseña ni mucho menos una entrevista. ¿Por qué iba a invertir su tiempo en leer nada si puede pasar directamente a la escucha en un solo click? Para mí, esa es la clave. La sociedad del espectáculo con la que tanto soñó Guy Debord en su versión más perfeccionada: un grupo brasileño aparece durante 10 segundos en una pantalla mastodóntica de Times Sq. de Nueva York y en menos de 24 horas se convierten en trending topic mundial y tienen a millones de personas viendo sus vídeos en YouTube y siguiéndoles en redes sociales. ¿Quién necesita a los medios? Nadie. Ahora son los medios los que necesitan a los artistas. Si no me crees, mira cuántos podcasts invitan a cantantes de éxito para aumentar sus métricas. Hasta yo lo hago en España Underground. Los medios han pasado de ser el destino donde las/los fans iban a enterarse de las novedades y a descubrir cosas nuevas, a ser parte del superpoblado paisaje de contenidos al que se enfrenta diariamente el consumidor. ¿Cómo destacar si ahora la competencia es cualquier contenido? Ni siquiera la mejor firma del periodismo musical puede ser un elemento diferencial frente al contenido creado por una cuenta con cientos de miles de seguidores o por los propios artistas para promocionar su obra. Ya sabemos hacia dónde se inclina la balanza cuando en los platos están la calidad y la cantidad.
Llegados a este punto, atrevámonos a contestar a la pregunta del subtítulo: ¿Por qué si la industria de la música crece, la riqueza generada no llega a los medios musicales? Seamos claros: porque los medios musicales hace mucho que no añaden valor a la cuenta de resultados. ¿Cuánta gente se va a comprar el disco de Cala Vento ahora que son portada de la Mondosonoro? ¿Quién va a descubrir a Gorka Urbizu en alguna de las doscientas entrevistas que le van a hacer a raíz de su disco en solitario, un 5% del total? Eso no es añadir valor. Hoy en día añade valor aparecer en La Resistencia de Broncano, protagonizar una campaña en Tik Tok que haya sido vista por millones de personas del público objetivo o formar parte de una acción global de Spotify. Los festivales ya no necesitan a los medios musicales para vender entradas sino que se centran en meter dinero en redes sociales cada vez que tienen novedades que comunicar y dedican gran parte de su músculo de marketing a llevar a cabo sinergias con las marcas que forman parte de su cartera de patrocinadores. Los propios grupos saben que, por poco dinero que tengan para dedicarlo a la promoción, les es mucho más rentable una campaña en Instagram que un banner en cualquier web, por muy buena relación que tengan con dicha publicación. Es el propio funcionamiento del mundo el que va a acabar con los últimos vestigios del paradigma anterior. Así ha sido siempre y también lo será ahora. La única excepción la protagonizarán los medios que jueguen la baza de la nostalgia, como les pasa a publicaciones británicas como Mojo o Uncut, que han sabido adaptarse a la evolución de su propio público –y, por qué no decirlo, les siguen vendiendo lo mismo, año tras año, de forma diferente–, y los especializados de jazz, música clásica y música contemporánea, es decir: los medios de la música que nunca ha sido de masas y que siempre ha tenido un público limitado pero muy fiel, como The Wire, de la que soy suscriptor desde hace más de 10 años y todavía no he logrado saber de lo que hablan en realidad.
Y una última pregunta relacionada: ¿Deberían ser considerados los medios musicales un bien cultural? Cuesta pensar que sí, ya que la música no está considerada a nivel impositivo como un bien cultural. ¿Escribir de música es, en sí mismo, un acto cultural? No lo creo. Eso sería tanto como decir que has hecho deporte cuando has asistido de público a un partido de baloncesto. Formas parte de la industria, pero no del juego.
Quizás no quede otra opción que aceptar la realidad de las cosas, del mismo modo que un enfermo terminal acepta su propio destino. Y puede que el único alivio sea que no debemos preocuparnos por la música. Porque la música, igual que el agua o la luz, siempre encontrará la manera de colarse por la rendija. El resto de cosas que la rodean, son, hoy más que nunca, una mera contingencia.
Yo soy de esos que hace 20 / 30 años consumía medios musicales, y es verdad que me ayudaron a abrir la mente mucho. Creo que eso cambió en algún momento hace unos 10 años, en parte por todo lo que comentas. Ahora, si leo una entrevista de algún grupo, lo hago cuando su música ya me interesa, como si fuera un complemento para entender más a fondo su mundo artístico.
Aun así, creo que todavía hay contenido de valor, pero suele ser escaso y costoso. Sobre todo en formato podcast o vídeo, hay gente que hace maravillas analizando más a fondo la obra de algunos artistas. Esto ha conseguido que escuchase y aprendiera a apreciar a algunos artistas que, hasta ese momento, había pasado por alto.
Muy interesante el artículo.
Es increíble como la comunidad que trata de leer sobre música es tan reducido actualmente, esperemos que el buen periodismo musical vuelva. Ya mucho me harté de leer las piñas entre artistas o la farándula, en mi país, Bolivia la escena es reducida, pero muy apasionante e intrigante. Gracias a ello pude hacer un documental y me siento orgulloso por ello. Un abrazo desde Moscú.