'1-800-ON-HER-OWN', el documental de Ani Difranco
No había un título que esperara con más entusiasmo que este y ahora no sé qué hacer con esta extraña sensación de indiferencia.
Cuando a principios de año supe que 1-800-ON-HER-OWN ya estaba terminado, volví a sentir esa emoción que tanto echaba de menos: la de esperar con impaciencia el estreno de algo nuevo de Ani Difranco. Este documental podría ser la oportunidad que necesitaba para reencontrarme por fin con la cantautora estadounidense y cerrar así una etapa de casi veinte años alejados el uno del otro.
I.
Después del verano de 1997 y durante los siguientes cinco años, no hubo en mi pequeño mundo nada más importante que Ani Difranco. Yo, que siempre llego tarde a todo lo importante, llegué también con cierto retraso al amor platónico. Luego hubo alguno más, pero este fue el primero, el que más me marcó; el que hizo que viera como una posibilidad real lo de escribir canciones que hablaran de las cosas que me importan de una manera que no provocara rechazo propio ni ajeno.
Recuerdo dónde estaba y con quién la primera vez que escuché algo suyo: sentados en una habitación de una casa sureña de suelo crujiente, en un pueblo llamado Griffin, a una hora de coche de Atlanta. Era de noche y hacía un calor amazónico. Fue uno de esos momentos de revelación instantánea, donde uno comienza a entender que la vida opera a diferentes niveles y que lo importante no siempre es sinónimo de urgente. Supongo que esa será una de las imágenes que me vendrán a la cabeza antes del último estertor. La canción era esta:
Mi rendición fue automática y no me conformé con ser un simple seguidor: tenía que saberlo todo de ella y tenerlo todo de ella. En un mundo en el que no existía internet y donde teníamos el acceso restringido a casi todos nuestros anhelos, ser epígono de Ani Difranco no fue un trabajo sencillo. Ordené toda la información que fui capaz de reunir y, a partir de ese momento, me dispuse a seguir el camino que ella marcaba. Compré donde pude Ani Difranco (1990), Not So Soft (1991), Imperfectly (1992), Like I Said (1993), Puddle Dive (1993), Out of Range (1994), Not A Pretty Girl (1995) y Dilate (1996) y los estrujé hasta no dejar ni una gota dentro de ellos; me aprendí las letras, los acordes, los nombres de los músicos, las direcciones, las fechas, los datos. Me alisté convencido en todas sus causas –excepto en la de la bisexualidad– y abracé sin dudar cualquier nuevo enfoque que quisiera introducir en su música. Cuando en febrero de 1998 actuó por primera vez en Madrid, llegué tan pronto a la sala que ni tan siquiera había llegado ella a la prueba de sonido. Bajo estas líneas puedes verme casi en éxtasis, intentando memorizar todos sus movimientos porque, ¿qué otra cosa podía hacer?
II.
Subido y acomodado en el tren Difranco, vi llegar discos que tuvieron un impacto decisivo en mis años universitarios –Little Plastic Castle (1997), Living In Clip (1997), Up Up Up Up Up Up (1998), To The Teeth (1999)–. Los trayectos en transporte público se convirtieron en ceremonias privadas en las que ella me hablaba a través de walkmans de marcas que ya no existen, donde metía las cintas que todavía conservo. Seguí perfeccionando mi escritura a la sombra de su manera de escribir y volví a verla muchas más veces en directo. De aquella época, se me quedó atravesada esta canción que, muchos años después, llegué a tocar en directo:
III.
Entonces algo cambió. Supongo que los dos lo hicimos: yo acabé la carrera, me fui de casa, me metí en líos; Ani dejó Nueva York, se mudó a Nueva Orleans y su sonido se dislocó tanto que ya no me sentí bienvenido. Seguí comprando sus discos –todos, no hay ninguno que no tenga– pero después de dos o tres escuchas tan solo volvía a ellos para leer las letras. Quizás alguna canción suelta se quedaba más tiempo del esperado sonando en mi cabeza, pero nada comparable a lo que me hacían sentir apenas cinco años atrás. Yo lo intentaba y supongo que ella también, cada uno a nuestra manera.
Poco a poco, casi sin querer, fui sustituyendo a Ani por otros artistas que me apelaban más en ese momento vital: Jason Molina, Elliott Smith, Pedro The Lion. En el intercambio perdí unas letras superdotadas que lograban sin esfuerzo morderme las neuronas pero gané músicas que me sirvieron para acomodar mis propias necesidades artísticas. Si al menos hubiera podido corregir eso de ella… Ani seguía embarcada en su propio viaje por el folklore del sur de Estados Unidos y a mí no me apetecía ir de su mano, aunque nunca perdí de vista su discurso social y político.
IV.
Un día supe que se había comprado una iglesia en Buffalo (al norte de la ciudad de Nueva York) y que la había resignificado: donde antes estaba el altar ahora había un escenario, se organizaban conciertos, se ponía a disposición de la comunidad y servía de oficina para Righteous Babe Records, la discográfica que una jovencísima Difranco fundó para no tener que pagar el peaje de fichar por discográficas manejadas por hombres cishetero y vendidos al dictado del turbocapitalismo. Ani, la mejor. Sacó un directo potentísimo llamado Live at Babeville (RBR, 2008) y volví a asistir obediente a su discurso combativo. Y luego, de nuevo, la distancia.
V.
¿Cuánto de esto se muestra en el documental de Dana Flor? Algunas cosas. ¿Cuánto se profundiza o cuánto se explica? Casi nada. La sensación, después de haberlo visto dos veces, es que es una oportunidad perdida de ensalzar la figura de Ani Difranco como lo que es: quizás la cantautora estadounidense más importante de los últimos 30 años, da igual si miramos a la magnitud de su obra, al número de canciones, a la profundidad de sus textos o a la variedad de estilos, dejando incluso al mergen (que se mucho dejar) su innegable influencia social y política. En lugar de eso, asistimos impávidos a una sucesión de imágenes y situaciones que no se entienden del todo bien –como esa colaboración Bon Iver, donde no queda claro qué hacía Ani ahí–, su relación con su ex-socio o la situación actual de Difranco, a la que se le ve llorando al volante de un coche coreano por miedo a no poder llegar a fin de mes. Es injusto, es superficial y no es ni tan siquiera divertido.